17 febrero 2010

Cuaresma 2010: Mándame

Mándame

Seguramente que muchos de nosotros, después de apagar por la mañana el ruido molesto del despertador, comenzamos el día con una mirada al crucifijo que preside desde la pared nuestra habitación. Es un modo de decir: Buenos días, Señor. A continuación es posible que le demos gracias por seguir viviendo y le pidamos ayuda, por lo menos para seguir tirando.

Indudablemente, Dios agradece nuestro rezo, pero echa de menos ese ofrecimiento generoso a seguirle, a ponernos a su servicio para lo que guste. Fue lo que hizo el profeta cuando oyó que Dios hablaba solo pero esperaba que alguien se diera por aludido: “Entonces escuche la voz del Señor, que decía: ¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí? Contesté: Aquí estoy, mándame”.

A partir de ese momento, del instante en que nos ponemos a servir al Señor con generosidad, nos volvemos transparentes. No importa dónde vivamos ni qué oficio desempeñemos. Como decía aquella maravillosa mujer, Adela Kam: “Cada cual debe florecer donde Dios lo plantó”. Y desde ese lugar irradiaremos luz.

Juan Pablo II se lo ha dicho en más de una ocasión a los jóvenes: “Andáis buscando ídolos, pero lo que necesitáis son modelos”.

Modelos, Esas personas santas que, hasta sin darse cuenta, nos aproximan a Dios. Era lo que comentaban aquellos habitantes de Ginebra, de donde era obispo San Francisco de Sales, el santo más divinamente humano y más humanamente divino que por lo visto ha existido: “Qué bueno debe ser Dios, cuando Francisco es tan bueno”.

Da lo mismo que hasta ahora hayamos dejado mucho que desear. Lo importante es que surja cuanto antes en nosotros la conversión. Porque cuando Dios perdona, no es que se limpie lo que estaba manchado, es que crea un corazón nuevo.

Es precisamente en este tiempo de Cuaresma cuando la liturgia pone en nuestros labios una oración que nos revela la ternura insondable del corazón divino: Oh Dios, que amas la inocencia y la devuelves al que la ha perdido…

Aquel día que el apóstol Pedro sintió toda la vergüenza de su incredulidad, rogó a Jesús que se ausentase de su presencia: “Apártate de mí, Señor que soy un hombre pecador”. Pero Jesús le redobló la confianza: “Desde hoy serás pescador de hombres”.

Está bien esa oración nuestra de cada mañana, cuando acabamos de despertar. Pero aún está mejor que nos ofrezcamos para servirle donde guste. La geografía no puede ser más extensa: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio”.

¿Te refieres a mí, Señor? Aquí estoy, mándame.

Cuaresma, tiempo de vivir el perdón

Este tiempo fuerte de la Iglesia, como es la Cuaresma, lo es de conversión, de “vuelta a casa”.
Al ponernos en camino y divisar el terreno conocido, nos ha sobrepasado el acercamiento del Padre para acogernos. Y en nosotros ha nacido esa sed de Dios que nuestra oración nos ha llevado a saborear, haciendo nacer en nuestro corazón unos sentimientos que, sin proponérnoslo nos han hecho caer en la cuenta de que tienen un nombre muy definido: Perdón.

“Quien quiera que seas, tú que juzgas; no puedes excusarte, pues en lo mismo en que juzgas a otro, a ti mismo te condenas, ya que eso mismo que condenas es lo que haces tú.” (Rom. 2, 1-2).

NUESTRO PERDÓN

Vivir la vida en solitario es muy difícil. Tú no puedes prescindir de nadie, como nadie puede prescindir de ti.

Dios, que lo sabía muy bien, quiso venir a vivir en relación para enseñarnos la importancia de la familia, los amigos, la comunidad…

Pero vivir en relación no es fácil; unas veces sin darnos cuenta y otras queriéndolo hacer bien, nos faltamos al respeto. Nos dañamos, nos herimos y … aunque con frecuencia procuramos sanar esas heridas, la mayoría de las veces las guardamos, las acumulamos y, en algunos casos, llegan a hacer nuestra convivencia imposible. Es aquí donde tiene que aparecer la gracia del perdón.

Y así es. Un día en el que notas dentro de ti algo que no puedes explicar con palabras, o te encuentras en el camino con alguien que te habla de manera distinta a la de costumbre, o ves un testimonio que se escapa de tu rutina; tomas la decisión de sanar esas críticas, esos reproches, esos rechazos… y quieres entrar en el camino de la salvación, empezando a reconocer que has dañado a alguien y decides arrodillarte para pedir perdón.

A tu corazón ha llegado la gracia del perdón; una gracia que no seremos nunca capaces de agradecer debidamente, porque pedir perdón es reconocer los propios fallos, admitiendo que el amor de los demás está por encima de ellos.

“Tirado en los soportales había un hombre que llevaba treinta y ocho años inválido. Viéndolo Jesús, le preguntó: ¿Quieres curarte? El inválido le contesto: Señor no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua. Jesús le dijo: Levántate, carga con tu camilla y anda. Al instante quedó sano y echó a andar. (Juan 5, 2-9).

La moneda del perdón tiene dos caras:
® Perdonar.
® Pedir Perdón.

Sin embargo ¡qué difícil resulta ponerlo en práctica! Es verdad que cuesta, pero merece la pena intentarlo. Por eso te pido que seas valiente y trates de llevarlo a la práctica. Ama más allá de la herida que te hayan hecho. Decide amar por encima del dolor recibido, te sorprenderá el sosiego y la paz que empiezan a inundar tu corazón.

Vivir el perdón está por encima de dar y recibir. Está por encima de la simple disculpa, del “lo siento”. Es un largo proceso necesario para que la herida cicatrice. Es un don recibido del Se4ñor que tiene una doble finalidad: curarme yo y curar a los demás. Pero para poder curar las heridas de los demás tendré que reconocer en primer lugar que los he herido, tendré que escuchar sus sufrimientos, tendré que arrodillarme a pedirles perdón y, sobre todo, tendré que abrirme a su confianza y su acogida.

Seré capaz de sanar a los demás cuando haya sido yo capaz de curarme a mí mismo, y para ello tendré que dejar que limpien mi herida, tendré que acoger el perdón que se me ofrece y tendré que abrirme a la confianza de los que me rodean.

Puede llegar, también ese momento en el que crea que alguien debe pedirme perdón y no lo ha hecho; entonces recordaré que la persona humana es muy limitada y yo nunca podré entrar en la intimidad del otro para ver cuál es el motivo que lo lleva a ese comportamiento.

Sin embargo me doy cuenta, algunas veces, de que todo esto queda lejano parta mi. Me parece bonito el planteamiento, pero ¿soy capaz de pedir perdón por esa herida que hice? ¿por qué me cuesta tanto pedir perdón y perdonar? ¿Tengo heridas cerradas en falso? ¿Qué veo en los otros que me ayuda a pedir perdón? ¿Qué ven ellos en mí, cuando no son capaces de pedírmelo?

Con estas y otras preguntas que te surjan ponte en oración delante del Señor. Silénciate. Recuerda esa ocasión en que fuiste capaz de pedir perdón a esa persona concreta, Recuerda ese momento en que pediste perdón a Dios acercándote al sacramento de la reconciliación. Observa si alguna vez has sido capaz de sanarte esa herida. Entra dentro de ti y mira si todavía hay heridas sin curar. Ahora déjate inundar por la gracia y comprobarás que si tu perdón adquiere eta dimensión, el perdón de Dios es infinito.

“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado. (Lc. 15, 31-33).

EL PERDÓN DE DIOS

No podrás acercarte al Señor sin que su misericordia te traspase más allá de lo que podías esperar.

Jesús no niega la gravedad del pecado, pero no cesa de acercarse al pecador para regalarle su confianza, su acogida, su perdón. El pasado no cuenta. Lo que cuenta es el renacer, el “de ahora en adelante”.

Y es curioso que enseñándonos Jesús ese camino nuevo, esa nueva ruta que lleva a la misericordia, todavía sigamos nosotros siendo como los acusadores de la mujer adúltera, lanzadores de piedras.

Entrar en el perdón que Cristo te ofrece supone siempre dejar algo de lo que estás impregnado. Quizá haya que dejar el creernos justos, la arrogancia, la presunción; dejar de ser meros cumplidores, creyéndonos mejores que los demás.

Porque solamente es posible acercarse a la novedad del perdón cuando tus manos están vacías, pobres, disponibles… Mas, si por el contrario, están llenas de piedras, esas mismas piedras oscurecerán todas las posibilidades de ver las actitudes de los demás con nitidez. Porque para perdonar hay que vivir en la luz, hay que ver con claridad; ya que uno está limpio, no cuando denuncia una culpa, sino cuando consigue mirar al culpable con respeto y caridad.

“Se incorporó y les dijo: el que esté sin pecado que tire la primera piedra. Ellos al oírlo se fueron escabullendo, empezando por los más viejos.” (Juan 8, 7-10).

Jesús, cuando perdona, tiene dos actitudes: primero el silencio, Él calla. “No he venido a juzgar al mundo…” nos dirá en el evangelio. Por eso huye de ese debate que tanto nos gusta a los que nos queremos justificar. Jesús calla porque con su silencio nos grita que sus leyes son distintas a las nuestras, ya que su ley se basa solamente en la misericordia. Y sigue callado hasta conseguir que esa misericordia se grave en ese corazón de carne que cada hombre llevamos dentro. Él sabe muy bien que la misericordia es fecunda, crea, hace vivir…

Y, después del silencio, una mirada de bondad. Una mirada nueva, distinta a la nuestra; una mirada capaz de ver todo lo que se esconde bajo la costra de cada persona; de observar sus errores, sus defectos, sus infamias… Jesús con esa mirada quiere llegar hasta el santuario de cada persona donde anida el deseo de abrirse a la gracia para encontrarse con Dios.

Y ahora sí: llegan las palabras esperadas, las palabras que inundan el corazón, las palabras que te devuelven a la vida: ¿Nadie te ha condenado? Pues yo tampoco. ¡Estás perdonado!, vete y NO PEQUES MÁS.

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