27 julio 2013

Reflexión domingo 17 T.O. C

El Papa Francisco, siempre sorprendente con sus “perlas homiléticas” advertía en su encuentro con los seminaristas y novicios que, la evangelización, se realiza de rodillas. “La difusión del Evangelio no se asegura ni por el número de personas, ni por el prestigio de las instituciones, ni por la cantidad de recursos disponibles. Jesús mandó a sus discípulos a predicar sin bolsa, sin saco y sin sandalias”. Nuestra oración insistente, clarifica y nos abre hacia aquello que, por nosotros mismos, somos incapaces de realizar: Dios de una manera segura, simple y suficiente es capaz de colmar nuestras aspiraciones.
 
1.- Partiendo entonces de una realidad, la Iglesia no es nuestra sino de Dios y es un campo a cultivar por nosotros pero con la fuerza del Espíritu, no nos queda otra –como mejor futuro para el desarrollo de nuestra siembra- que rezar y colocar nuestros esfuerzos apostólicos en las manos de Dios. Lo contrario, además de egocentrismo, significaría tanto como creer que todo depende de nosotros.
¿Qué se nos exige, para nuestra vida de piedad, en este Año de la Fe?
–Algo tan sencillo como el pedir / –Algo tan natural como pedirlo al Padre
–Algo tan fácil como hacerlo a través de Jesús / –Algo tan imprescindible como el solicitarlo con Fe
–Algo tan comprometedor como el permanecer en El
 
2. Qué dificultades salen al paso de todo ello
 
+La falta de sinceridad; cuando pedimos sin hacer ver a Dios los móviles verdaderos de nuestra solicitud. No me conviene, pero se lo pido porque me apetece
+La ausencia de reconciliación; cuando estando rotos por dentro intentamos que sea Dios quien resuelva el caos o la guerra de nuestra existencia interna o externa. Ya que otros me lo han impedido
+El egoísmo; cuando conocedores de que la felicidad no siempre se consigue con el tener, nos precipitamos por acaparar lo indecible. Siempre es más bueno tener que necesitar. Le diré a Dios que me restituya lo que me corresponde.
+La falta de paciencia; cuando ante la esterilidad aparente de nuestras oraciones nos aburrimos de hablar amistosamente con Dios y, convertimos la oración, en un medio de instrumentalización: como no me das… ¡te dejo!
+La incredulidad; cuando surgen dudas e interrogantes sobre el fruto y el valor más profundo de la oración. ¡Para qué voy a rezar si Dios está sordo!
El evangelio, de este domingo, nos trae a la memoria una gran realidad: DIOS SE INTERESA POR NOSOTROS. Es ahí donde, el cristiano, descubre que toda su vida –por ser importante para Dios- cobra nuevo impulso cuando se presenta ante El:
 
+cuando
 
3.- Me viene a la memoria la anécdota de aquel náufrago profundamente creyente que pedía y confiaba mucho en Dios, pero que no supo ver su mano en aquel momento donde, en la soledad de una isla, se debatía entre la vida y la muerte.
Llegó una embarcación y el capitán le invitó a subir a proa; el náufrago le contestó: “váyase tranquilo; yo confío en Dios”. Al día siguiente un submarino se percató de la presencia del accidentado y nuevamente le pidieron que recapacitara en su postura y que embarcase; “váyanse tranquilos…confío plenamente en Dios”. Por tercera vez un trasatlántico atisbó las circunstancias trágicas en las que se encontraba el solitario náufrago convidándole una vez más a abandonar la isla. Ante su negativa el crucero siguió su curso.
Cuando pasaron los días y las fuerzas se fueron debilitando el náufrago cerró ojos y se presentó ante Dios increpándole: “¡cómo no has hecho nada por mí en los momentos de peligro” “¿no te das cuenta el ridículo en que me has dejado ante mis familiares y amigos cuando yo tanto esperaba de Ti?”. Dios, sigue esta parábola, le cogió por el hombro y le contestó: “amigo; tres embarcaciones te envié y no quisiste ninguna”.
Que nuestra oración sea como la del agua que, por su persistencia y no por su consistencia, es capaz de romper o erosionar la mayor de las rocas. Que nuestra oración sea, sobre todo, unos prismáticos que nos ayuden a ver y aprovechar los signos de la presencia de Dios en nuestra vida. Dicho de otra manera; que la oración sea esa sensibilidad para ver ciertos golpes de gracia…como la mano certera de Dios a nuestras necesidades.

Demolición del antiguo complejo parroquial del Carmen de Fuengirola

Demolición del antiguo complejo parroquial

15 junio 2013

El Papa, con los movimientos eclesiales


(Vigilia de Pentecostés. 18 mayo 2013)
Respuestas del Santo Padre a las preguntas de los Movimientos Eclesiales:
Buenas tardes a todos, Estoy contento de encontrarlos, todos nosotros nos encontramos en esta plaza para rezar, para hacerlo unidos y para esperar el don del Espíritu. Conocía las preguntas y las he pensado, esto no es improvisado, primero la verdad, las tenía acá escritas.
La primera: ¿cómo usted ha podido alcanzar la certeza sobre la Fe y que camino nos indica para que cada uno de nosotros pueda afrontar la fragilidad de la Fe?
Es una pregunta histórica y tiene relación con mi historia personal. He tenido la gracia de crecer en una familia en la que la Fe se veía de un modo simple y concreto, pero sobre todo estuvo  mi abuela, la madre de mi padre que ha marcado mi camino de Fe. Una mujer que nos explicaba, nos hablaba de Jesús, nos enseñaba el catecismo y recuerdo siempre que los Viernes Santos nos llevaba siempre a la tarde  a la procesión de las velas, de las candelas. Y al terminar la procesión llegaba el Cristo yacente y mi abuela nos hacía arrodillar y nos decía: - está muerto pero mañana resucitara- he recibido mi primer anuncio cristiano propiamente de mi abuela, esto es bellísimo, el primer anuncio en mi casa, con mi familia.
Esto  me hace pensar en el amor de tantas madres, de  tantas abuelas en la transmisión de la Fe. Son ellas las que transmiten la Fe; San Pablo decía ya a Timoteo, - yo recuerdo la Fe de tu mama y de tu abuela- porque Dios nos pone cerca a las personas que nos ayudan en nuestro camino de Fe, nosotros no encontramos la Fe en abstracto, es siempre una persona que predica, que nos dice quien es Jesús, que comparte la Fe, que nos hace el primer anuncio, y así fue mi primera experiencia de Fe. Pero hay para mi un día muy importante, el 21 de septiembre del 53, tenía casi diecisiete años, era el día del estudiante, para nosotros el día de la primavera, para ustedes es el día del otoño. Antes de ir a la fiesta pasé por mi parroquia y encontré un sacerdote que yo no conocía y sentí la necesidad de confesarme. Esta fue para mi una experiencia, porque encontré que me esperaban, no se por qué estaba ese sacerdote que no conocía, por qué sentí ese deseo de confesarme… La verdad era que me estaban esperando. Después de la confesión sentí que algo había cambiado, yo no era el mismo Había sentido como una voz, una llamada y estaba convencido que yo tenía que ser sacerdote. Esta experiencia en la Fe es importante. Nosotros decimos que tenemos que buscar a Dios, ir a Él a pedir perdón, pero cuando nosotros vamos el nos está esperando primero; en español tenemos una palabra que explica bien esto, “El Señor siempre nos primerea”, Él es primero, encontrar a alguien que te está esperando es una gracia grande. Es la experiencia que los profetas de Israel decían: - El Señor es como la flor de la primavera, antes  que vengan las otras flores el viene antes, el Señor nos espera-
Cuando nosotros lo buscamos, encontramos esta realidad, que Él nos espera para recibirnos, darnos su amor y esto crea un estupor tal que uno no puede creer y es así como va creciendo la Fe, con el encuentro con una persona, con el encuentro con el Señor. Alguno dirá yo prefiero estudiar la Fe en los libros, eso es importante, pero con esto sólo no es suficiente, lo importante es el encuentro con Él, porque es propiamente Él el que te da la Fe.
También ustedes hablaban de la fragilidad de la Fe para vencerla, el enemigo es el miedo, no tengas miedo, somos frágiles pero lo sabemos, pero Él es más fuerte, si tu vas con Él no hay problemas. Un niño es fragilísimo pero con su padre está seguro. Con el Señor estamos seguros, la Fe crece con el Señor, de la mano del Señor, esto nos hace crecer. Si pensamos que nos la podemos arreglar sólo, recordemos a Pedro que negó tres veces antes de que cantara el gallo. Cuando tenemos demasiada confianza, nos volvemos más frágiles. Siempre debemos ir con el Señor y decir con el Señor es decir con la Eucarística, con la biblia, con la oración. Pero también en la familia, con la madre, con María, ella es la madre que nos lleva al Señor. Acerquémonos a la Virgen María y pidámosle que como madre nos haga fuerte, esta es mi experiencia, algo que me hace fuerte es rezar el rosario todos los días, siento una fortaleza tan grande, porque voy a ella y me siento fuerte.
Pasamos a la segunda pregunta: Todos nosotros sentimos fuertemente el desafío de la evangelización, está en nuestro corazón, por eso le pido nos ayude a entender como vivir este desafío en nuestro tiempo, cuál es para usted lo más importante que nosotros tenemos que mirar para cumplir este trabajo al que estamos llamados.
Yo diré tres palabras, primero Jesús, qué es lo más importante Jesús. Si vamos  adelante con la organización, con cosas lindas pero sin Jesús, no vamos, la cosa no va. Jesús es lo más importante. Pero ahora yo quisiera hacer un llamado de atención fraternal, una corrección. Ustedes han gritado en la plaza, Francisco, Francisco, Papa Francisco, y Jesús dónde estaba, yo hubiera querido que  ustedes gritaran Jesús, Jesús está entre nosotros. De ahora en adelante nunca Francisco, sino Jesús.
La siguiente palabra es la oración, mirar el rostro de Dios pero sobre todo sentirse mirados, el Señor nos mira, nos mira primero. Mi experiencia es lo que yo experimento delante del sagrario, algunas veces  me duermo un poco por el cansancio de la jornada, ustedes me entienden, yo siento fortaleza cuando pienso que Él me mira, nosotros pensamos que tenemos que hablar, pero tenemos que  dejar que Él nos mire, cuando Él nos mira nos da fuerzas, nos ayuda a dar testimonio, primero Jesús después la oración. Uno siente que Dios nos lleva de la mano. Y la importancia de esto es dejarse guiar por Él y esto es más importante que todo, somos verdaderos evangelizadores si nos dejamos guiar por Él. Fijémonos en Pedro, estaba haciendo la siesta después del almuerzo y tuvo esa visión del mantel, y Jesús le dice algo pero el no entendía. El Espíritu Santo estaba allá, Pedro se dejó guiar por el Espíritu Santo para llegar a esta primera evangelización, a los gentiles que no eran hebreos, algo inimaginable en aquel tiempo y así toda la historia. Déjense guiar por Jesús. Nuestro líder es Jesús.
Y lo tercero el testimonio, yo quisiera agregar una cosa, este dejarse guiar por Jesús nos lleva a las sorpresas de Jesús, a veces pensamos que la evangelización tenemos que pensarla en una mesa, en un escritorio, creando planes, pero eso es un pequeño instrumento, lo importante es dejarse guiar por Jesús, después hagamos la estrategia, pero eso es secundario. El testimonio, la transmisión de la Fe solo se puede hacer con el testimonio, y eso es el amor, no con nuestras ideas, con el Evangelio que se vive en la propia vida y que el Espíritu Santo es como una sinergia,  a la Iglesia la llevan adelante los Santos, que son aquellos que realmente dan este testimonio. Ha dicho Juan pablo II y también Benedicto XVI- Tenemos tanta necesidad de testigos, no tanto de maestros, sino de testigos- No hablar tanto, sino hablar con la vida, con la coherencia de vida, una coherencia de vida que vive el cristianismo como un encuentro con Jesús que nos lleva a los otros y no como un hecho social, socialmente somos así, somos cristianos cerrados, cerrados entre nosotros y así no damos testimonio.
La tercera pregunta: ¿Cómo podemos vivir una Iglesia pobre para los pobres y en qué modo el hombre sufriente es una pregunta para nuestra Fe?
Retomo el testimonio, primero que todo vivir el Evangelio, es la principal contribución que podemos dar, la Iglesia no es un movimiento político, ni una estructura bien organizada, no es eso. Nosotros no somos una ONG y cuando la Iglesia se transforma en una ONG, no tiene sal, está vacía. Sean vivos, una cosa es predicar a Jesús y otra cosa es la eficacia. Ser eficiente, esta es otra palabra.
La gloria de la Iglesia es vivir el Evangelio y dar el testimonio de Fe. Es sal de la tierra lus del mundo, llamada a ser presente en la sociedad como la levadura del Reino de Dios, primero con el testimonio del amor fraterno, la solidaridad, el compartir. Momentos de crisis como los que estamos viviendo, has hablado primero que estamos en un mundo de mentiras, propiamente la mentira es una crisis, estemos atentos, no es una crisis solamente económica, cultural, es una crisis del hombre, el que está en crisis es el hombre y el que puede terminar destruido es el hombre, y el hombre es una imagen de Dios, por eso es una crisis profunda. En este momento de crisis no podemos dedicarnos solamente de nosotros, cerrarnos en la soledad, en el sentido de impotencia, no nos cerremos por favor, esto es un peligro. Si nos cerramos en la parroquia con los amigos, con el movimiento, con aquellos que pensamos lo mismo, ¿saben qué sucede? Cuando la Iglesia se cierra se enferma. Piensen en una habitación cerrada, cerrada por un año, cuando vas hay olor a humedad, a cosas cerradas.
Una Iglesia cerrada es lo mismo, es una iglesia enferma. La iglesia debe salir de sí misma hacia las periferia existenciales, Jesús nos dicen vayan a todo el mundo, prediquen, den testimonio del evangelio. Pero que sucede, si uno va fuera de si mismo, puede pasarle un accidente, como a cualquiera que sale de su casa. Prefiero mil veces una iglesia accidentada que una iglesia enferma por estar cerrada. Piensen también en aquello que dice la apocalipsis, es una cosa linda que Jesús está a la puerta y llama para entra en nuestro corazón. Pregúntense cuántas veces Jesús está dentro, toca la puerta para salir fuera y nosotros no le dejamos salir por nuestra seguridad, porque estamos cerrados en estructuras caducas que solamente nos sirven para hacernos esclavos y no hijos libres de Dios.
Es muy importante ir al encuentro, el encuentro con los otros, porque la Fe es un encuentro con Jesús y tenemos que hacer lo mismo encontrar a los otros. Vivimos en una cultura del desencuentro, de la fragmentación, una cultura del no me sirve, del descarte. Tenemos que ir al encuentro y tenemos que hacer con la Fe una cultura del encuentro, una cultura de la amistad, una cultura en la que encontramos hermanos y podemos hablar con aquellos que no piensan como nosotros, que tienen otra Fe. Pero no se les olvide que todos son hijos de Dios, hacer el encuentro con ellos sin negociar nuestra pertenencia.
Y si salimos de nosotros mismos encontramos la pobreza, hoy esto hace mal al corazón encontrar un pobre muerto de frío no es noticia, hoy es noticia un escandalo, eso si es noticia. Hoy pensar que tantos niños no tienen para comer no es noticia. Esto es grave, no podemos quedarnos tranquilos, porque las cosas sean así. No podemos ser cristianos almidonados, muy educados, que toman el te tranquilos hablando de cosas teológicas. Tenemos que ser cristianos con coraje, valientes, e ir a buscar aquello que son la carne de Cristo. Cuando voy a confesar, todavía no he podido porque de aquí no se puede salir, “je je”. Cuando yo iba a confesar en la diócesis anterior venían algunos: ¿usted da limosna? -si Padre-. ¿Cuándo da la limosna mira a los ojos de aquel al que le da la limosna? -No sé no me doy cuenta- ¿y toca la mano o le tira la moneda?
Tocar la carne de Cristo, tomar sobre nosotros el dolor de los pobres, no es la pobreza una categoría filosófica o cultural, es una categoría teologal, diría la primera categoría. Porque el Hijo de Dios se hizo pobre para caminar con nosotros por la calle. Esta es nuestra pobreza, la que nos ha traído el hijo de Dios con su encarnación. Una iglesia pobre para los pobres y así comenzamos a entender que es la pobreza del Señor y esto no es fácil y también hay un problema que no hace bien a los cristianos, el espíritu del mundo, que nos lleva a una suficiencia, a vivir el espíritu del mundo y no el de Jesús. La pregunta que hacían ustedes, ¿cómo se debe vivir para afrontar esta crisis que toca la ética pública, la política?
Como esta es una crisis del hombre, que destruye al hombre, que despoja al hombre de la ética, todo es posible, todo se puede hacer, y vemos como la falta de ética en la vida pública hace tanto mal a toda la humanidad. Yo quisiera contarles una historia, es la historia que cuenta de un rabino del siglo XII. Cuenta la historia de la construcción de la Torre de Babel. Él dice que para construirla era necesario hacer los ladrillos del barro, ponerle la paja, después llevarlos al horno y cuando el ladrillo estaba hecho había que llevarlo arriba para la construcción de la Torre. Cada ladrillo era un tesoro por todo el trabajo que tenía hacerlo, cuando caía un ladrillo era una tragedia nacional, se castigaba al obrero, era tan precioso un ladrillo que si caía era un drama, pero si caía un operario no pasaba nada, a otra cosa. Esto pasa hoy, si las inversiones en los bancos caen, tragedia, pero si la gente se muere de hambre, no tiene para comer, no tiene salud, no pasa nada. Esta es la crisis de hoy. El testimonio de una iglesia pobre para los pobres va contra esta mentalidad.
La cuarta pregunta: ¿Cómo ayudar a nuestros hermanos que sufren la persecución por ser cristiano?
Para anunciar el Evangelio son necesarias dos virtudes, el coraje y la paciencia. Ellos están en la iglesia de la paciencia, sufren, son más mártires hoy que en los primeros siglos de la iglesia, hermanos y hermanas nuestras, sufren.
Ellos llevan la Fe hasta el martirio, pero el martirio no es un fracaso, es el grado más alto del testimonio que nosotros debemos de dar. Tenemos que sufrir pequeños martirios renunciando a algunas cosas. Aquella situación de Pakistán donde dan la vida dando testimonio del amor de Jesús… Un cristiano debe tener esta virtud de humildad, de mansedumbre, actitudes que tienen ellos confiándose en Jesús. ES necesario precisar que muchas veces estos conflictos no tienen un origen religioso, muchas veces son otras realidades de tipo social o político y desgraciadamente las pertenencias religiosas vienen utilizada. Un cristiano debe siempre saber responder al mal con el bien y esto es difícil. Nosotros buscamos de hacerles sentir que estamos unidos a sus situaciones, que sabemos que son cristianos que han entrado con paciencia. Yo les devuelvo la pregunta, rezan por ellos, en la oración de todos los días, no quiero que alcen la mano los que lo hagan, pero piénsenlo, piensen en la oración de todos los días le decimos al Señor mira a este hermano, al que sufre tanto. Ellos hacen la experiencia del límite, y esta experiencia nos debe llevar a promover la libertad religiosa para todos. Cada hombre, cada mujer debe ser libre en su confesión religiosa, cualquiera sea, porque aquel hombre y esa mujer son hijos de Dios.
Así creo haber respondido a vuestras preguntas, perdón si he estado muy largo.

Catequesis del Papa sobre la Iglesia como Pueblo de Dios

      
12 de Junio de 2013
 
Queridos hermanos y hermanas ¡Buenos días!
Hoy voy a referirme brevemente sobre otro de los términos con los que el Concilio Vaticano II definió a la Iglesia, el de “Pueblo de Dios” (cf. Constitución dogmática Lumen Gentium, 9, Catecismo de la Iglesia Católica, 782). Y lo hago con algunas preguntas acerca de las cuales todo el mundo pueda reflexionar.
1. ¿Qué quiere decir “Pueblo de Dios”? En primer lugar, significa que Dios no pertenece de manera propia a ningún pueblo; porque es Él quien nos llama, nos convoca, nos invita a ser parte de su pueblo, y esta invitación esta dirigida a todos, sin distinción, porque la misericordia de Dios “quiere la salvación para todos “(1 Tim 2:04).
Jesús no dice a los Apóstoles y a nosotros que formemos un grupo exclusivo; un grupo de élite. Jesús dice: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos” (cf. Mt 28,19). San Pablo afirma que en el pueblo de Dios, en la Iglesia, “no hay ni judío ni griego… porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28).
Me gustaría decir a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a los que son temerosos o a los indiferentes, a los que piensan que ya no pueden cambiar: ¡El Señor también te está llamando a ti a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor!, ¡Él nos invita a hacer parte de este pueblo; pueblo de Dios!
2. ¿Cómo se convierte en miembro de este pueblo? No es a través del nacimiento físico, sino por medio de un nuevo nacimiento. En el Evangelio, Jesús dice a Nicodemo que hay que nacer de lo alto, del agua y del Espíritu para entrar en el Reino de Dios (cf. Juan 3:3-5). Es a través del Bautismo que nosotros somos introducidos en este pueblo, a través de la fe en Cristo, don de Dios que debe ser alimentado y hecho crecer en toda nuestra vida.
Preguntémonos: ¿Cómo puedo hacer crecer la fe que he recibido del Bautismo?; ¿cómo hago crecer esta fe que yo he recibido y que el pueblo de Dios tiene?; ¿cómo hago para hacerla crecer?
3. ¿Cuál es la ley del pueblo de Dios? Es la ley del amor, amor a Dios y amor al prójimo, según el nuevo mandamiento que nos ha dejado el Señor (cf. Jn 13,34). Un amor, sin embargo, que no es sentimentalismo estéril o algo vago, sino que es el reconocer a Dios como único Señor de la vida y, al mismo tiempo, aceptar al otro como un verdadero hermano, superando divisiones, rivalidades, incomprensiones, egoísmos; las dos cosas van de la mano.
¡Cuánto camino todavía tenemos que recorrer para vivir de manera concreta esta nueva ley, la del Espíritu Santo que obra en nosotros, la de la caridad, la del amor!
Cuando vemos en el diario en la TV, tantas guerras entre cristianos, ¡Cómo puede pasar esto! Dentro del pueblo de Dios ¡cuántas guerras! En el barrio, en el puesto de trabajo ¡cuántas guerras por envidias y celos! También en la misma familia, cuántas guerras internas. Pidamos al Señor que nos haga entender bien esta ley del amor. ¡Qué bueno! ¡Qué hermoso es amarse los unos a los otros como verdaderos hermanos!, ¡Qué hermoso es esto!
Hagamos una cosa hoy: Quizá todos tenemos simpatías y antipatías. Quizá tantos de nosotros estamos enojados con alguno. Al menos digamos al Señor: Señor yo estoy enojado con este, con aquella. Yo te pido por este y por aquel. Rezar por aquel con el que estamos enojados es un hermoso paso en esta ley del amor. ¡Hagámoslo hoy!
4. ¿Qué misión tiene este pueblo? La de llevar al mundo la esperanza y la salvación de Dios: ser signo del amor de Dios que llama a todos a la amistad con Él; ser levadura que hace fermentar toda la masa, sal que da sabor y preserva de la corrupción, luz que ilumina. A nuestro alrededor, basta abrir un periódico, para ver que la presencia del mal existe, que el Diablo actúa.
Pero quisiera decir en voz alta, Dios es más fuerte. ¿Ustedes creen esto que Dios es más fuerte? Digámoslo juntos todos ¡Dios es más fuerte! ¡Todos! ¿Y saben por qué es más fuerte? Porque Él es el Señor. ¡Es el único Señor! Dios es más fuerte. ¡Bién! Quisiera agregar que la realidad a veces oscura signada por el mal puede cambiar.
Si nosotros primero les llevamos la luz del Evangelio sobre todo con nuestra vida. Si en un estadio, pensemos aquí el Roma Olímpico o en ese de San Lorenzo en Buenos Aires, en una noche oscura una persona enciende una luz, apenas se entrevé, pero si los otros setenta mil espectadores encienden cada uno su propia luz, el estadio se ilumina. Hagamos que nuestra vida sea una luz de Cristo. Juntos llevaremos la luz del Evangelio a toda la realidad.
5. ¿Cuál es el objetivo de este pueblo? El fin es el Reino de Dios, iniciado sobre la tierra por Dios mismo, y que debe ampliarse hasta el cumplimiento, cuando aparecerá Cristo, vida nuestra (cf. Lumen Gentium, 9). El fin entonces es la plena comunión con el Señor, entrar en
su misma vida divina, donde viviremos la alegría de su amor sin medida. ¡Aquella alegría plena!
Queridos hermanos y hermanas, ser Iglesia es ser pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre, quiere decir ser el fermento de Dios en esta nuestra humanidad, quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios en este mundo nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino.
Que la Iglesia sea un lugar de la misericordia y de la esperanza de Dios, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio. Y para sentirse recibido, amado, perdonado, animado.
La Iglesia debe tener las puertas abiertas para que todos puedan venir y nosotros debemos salir de esas puertas y anunciar el Evangelio.
¡Muchas gracias!

Homilía del Papa Francisco en la Solemnidad del Corpus Christi

      
VATICANO, 30 Mayo de 2013
 
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio que hemos escuchado hay una expresión de Jesús que me sorprende siempre: “Denles ustedes de comer” (Lc 9,13). Partiendo de esta frase, me dejo guiar por tres palabras: seguimiento, comunión, compartir. 1.- Ante todo: ¿quiénes son aquellos a los que dar de comer? La respuesta la encontramos al inicio del pasaje evangélico: es la muchedumbre, la multitud. Jesús está en medio a la gente, la recibe, le habla, la sana, le muestra la misericordia de Dios; en medio a ella elige a los Doce Apóstoles para permanecer con Él y sumergirse como Él en las situaciones concretas del mundo. Y la gente lo sigue, lo escucha, porque Jesús habla y actúa de una manera nueva, con la autoridad de quien es auténtico y coherente, de quien habla y actúa con verdad, de quien dona la esperanza que viene de Dios, de quien es revelación del Rostro de un Dios que es amor. Y la gente, con gozo, bendice al Señor. Esta tarde nosotros somos la multitud del Evangelio, también nosotros intentamos seguir a Jesús para escucharlo, para entrar en comunión con Él en la Eucaristía, para acompañarlo y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo a Jesús? Jesús habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que seguirlo quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una posesión nuestra, sino un don a Él y a los demás.
2.- Demos un paso adelante: ¿de dónde nace la invitación que Jesús hace a los discípulos de saciar ellos mismos el hambre de la multitud? Nace de dos elementos: sobre todo de la multitud que, siguiendo a Jesús, se encuentra en un lugar solitario, lejos de los lugares habitados, mientras cae la tarde, y luego por la preocupación de los discípulos que piden a Jesús despedir a la gente para que vaya a los pueblos y caseríos a buscar alojamiento y comida (cfr. Lc 9, 12).
Frente a la necesidad de la multitud, ésta es la solución de los apóstoles: que cada uno piense en sí mismo: ¡despedir a la gente! ¡Cuántas veces nosotros cristianos tenemos esta tentación! No nos hacemos cargo de la necesidad de los otros, despidiéndolos con un piadoso: “¡Que Dios te ayude!”.
Pero la solución de Jesús va hacia otra dirección, una dirección que sorprende a los discípulos: “denles ustedes de comer”. Pero ¿cómo es posible que seamos nosotros los que demos de comer a una multitud?
“No tenemos más que cinco panes y dos pescados; a no ser que vayamos nosotros mismos a comprar víveres para toda esta gente”. Pero Jesús no se desanima: pide a los discípulos hacer sentar a la gente en comunidades de cincuenta personas, eleva su mirada hacia el cielo, pronuncia la bendición parte los panes y los da a los discípulos para que los distribuyan. Es un momento de profunda comunión: la multitud alimentada con la palabra del Señor, es ahora nutrida con su pan de vida. Y todos se saciaron, escribe el Evangelista.
Esta tarde también nosotros estamos en torno a la mesa del Señor, a la mesa del Sacrificio eucarístico, en el que Él nos dona su cuerpo una vez más, hace presente el único sacrificio de la Cruz.
Es en la escucha de su Palabra, en el nutrirse de su Cuerpo y de su Sangre, que Él nos hace pasar del ser multitud a ser comunidad, del anonimato a la comunión. La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él.
Entonces tendremos todos que preguntarnos ante el Señor: ¿cómo vivo la Eucaristía? ¿La vivo en forma anónima o como momento de verdadera comunión con el Señor, pero también con tantos hermanos y hermanas que comparten esta misma mesa? ¿Cómo son nuestras celebraciones eucarísticas?
3.- Un último elemento: ¿de dónde nace la multiplicación de los panes? La respuesta se encuentra en la invitación de Jesús a los discípulos “Denles ustedes”, “dar”, compartir. ¿Qué cosa comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco panes y dos peces. Pero son justamente esos panes y esos peces que en las manos del Señor sacian el hambre de toda la gente.
Y son justamente los discípulos desorientados ante la incapacidad de sus posibilidades, ante la pobreza de lo que pueden ofrecer, los que hacen sentar a la muchedumbre y distribuyen – confiándose en la palabra de Jesús – los panes y los peces que sacian el hambre de la multitud. Y esto nos indica que en la Iglesia pero también en la sociedad existe una palabra clave a la que no tenemos que tener miedo: “solidaridad”, o sea saber `poner a disposición de Dios aquello que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque solo en el compartir, en el donarse, nuestra vida será fecunda, dará frutos. Solidaridad: ¡una palabra mal vista por el espíritu mundano!
Esta tarde, una vez más, el Señor distribuye para nosotros el pan que es su cuerpo, se hace don.
Y también nosotros experimentamos la “solidaridad de Dios” con el hombre, una solidaridad que no se acaba jamás, una solidaridad que nunca termina de sorprendernos: Dios se hace cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz se abaja entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el mal, el egoísmo, la muerte.
También esta tarde Jesús se dona a nosotros en la Eucaristía, comparte nuestro mismo camino, es más se hace alimento, el verdadero alimento que sostiene nuestra vida en los momentos en los que el camino se hace duro, los obstáculos frenan nuestros pasos. Y en la Eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, aquel del servicio, del compartir, del donarse, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si es compartido, se convierte en riqueza, porque es la potencia de Dios, que es la potencia del amor que desciende sobre nuestra pobreza para transformarla. Esta tarde entonces preguntémonos, adorando a Cristo presente realmente en la Eucaristía: ¿me dejo transformar por Él?
¿Dejo que el Señor que se dona a mí, me guíe para salir cada vez más de mi pequeño espacio y no tener miedo de donar, de compartir, de amarlo a Él y a los demás?
Seguimiento, comunión, compartir.
Oremos para que la participación a la Eucaristía nos provoque siempre: a seguir al Señor cada día, a ser instrumentos de comunión, a compartir con Él y con nuestro prójimo aquello que somos. Entonces nuestra existencia será verdaderamente fecunda.
Amén.

Catequesis del Papa sobre la Iglesia como familia de Dios

      
29 Mayo 2013
 
Queridos hermanos y hermanas, ¡Buenos días!
El miércoles pasado señalé el profundo vínculo entre el Espíritu Santo y la Iglesia.
Hoy quisiera empezar una serie de catequesis sobre el misterio de la Iglesia, un misterio que todos vivimos y del que formamos parte. Me gustaría hacerlo con expresiones presentes en los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II.
Hoy empiezo por la primera: la Iglesia como familia de Dios.
En estos meses, más de una vez he hecho referencia a la parábola del Hijo Pródigo, o mejor dicho del Padre Misericordioso (cf. Lc 15,11-32). El hijo más joven sale de la casa de su padre, dilapida todo y decide volver porque se da cuenta de que cometió un error, pero ya no se considera digno de ser hijo y piensa poder ser recibido de nuevo como un siervo. El padre, en cambio, corre a su encuentro, lo abraza, le devuelve su dignidad de hijo y lo celebra. Esta parábola, como otras en el Evangelio, muestra bien el designio de Dios para la humanidad.
¿Cuál es este proyecto de Dios?
Es hacer de todos nosotros una única familia de sus hijos, en los que cada uno se sienta cerca y amado por Él, como en la parábola del Evangelio, sienta el calor de ser la familia de Dios. En este gran proyecto encuentra su origen la Iglesia, que no es una organización fundada por un acuerdo de algunas personas, sino -como nos ha recordado tantas veces el Papa Benedicto XVI- es obra de Dios, nace precisamente de este plan de amor que se desarrolla progresivamente en la historia.
La Iglesia nace de la voluntad de Dios de llamar a todos los hombres a la comunión con Él, a su amistad, es más a participar como sus hijos en su misma vida divina. La misma palabra “Iglesia”, del griego ekklesia, significa “convocatoria”: Dios nos convoca, nos invita a salir del individualismo, de la tendencia a encerrarse en sí mismos y nos llama a ser parte de su familia.
Y esta llamada tiene su origen en la creación misma. Dios nos creó para que vivamos en una relación de profunda amistad con él, e incluso cuando el pecado rompe esta relación con Él, con los demás y con la creación, Dios no nos abandona.
Toda la historia de la salvación es la historia de Dios que busca al hombre, le ofrece su amor, lo acoge. Llamó a Abraham para ser el padre de una multitud; eligió al pueblo de Israel para forjar una alianza que abrazara a todas las naciones; y envió, en la plenitud de los tiempos, a su Hijo para que su designio de amor y de salvación se realizara en una nueva y eterna alianza con la humanidad entera.
Cuando leemos los Evangelios, vemos que Jesús reúne a su alrededor una pequeña comunidad que acoge su palabra, lo sigue, comparte su camino, se convierte en su familia, y con esta comunidad Él se prepara y edifica su Iglesia.
¿De dónde nace entonces la Iglesia? Nace del gesto supremo de amor en laCruz, del costado traspasado de Jesús, del que fluye sangre y agua, símbolos de los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo. En la familia de Dios, en la Iglesia, la savia vital es el amor de Dios que se realiza en amarlo a Él y a los demás, a todos, sin distinción ni medida. La Iglesia es una familia en la que se ama y se es amado.
¿Cuándo se manifiesta la Iglesia? Lo hemos celebrado hace dos domingos; se manifiesta cuando el don del Espíritu Santo, llena el corazón de los Apóstoles y los empuja a salir y a empezar el camino para anunciar el Evangelio, difundir el amor de Dios. Incluso hoy alguien dice: “Cristo sí, Iglesia no”. Aquellos que dicen: “Yo creo en Dios pero no en los sacerdotes”, ¡eh! Se dice así: “Cristo sí, Iglesia no”. Pero es precisamente la Iglesia la que nos lleva a Cristo y nos dirige a Dios: la Iglesia es la gran familia de los hijos de Dios.
Por supuesto, también tiene aspectos humanos; en los que forman parte de ella, pastores y fieles, hay defectos, imperfecciones, pecados: hasta el Papa los tiene, ¡eh! y ¡tiene tantos!
Pero lo hermoso es que cuando nos damos cuenta de que somos pecadores nos encontramos con la misericordia de Dios: Dios siempre perdona. No olvidemos esto: ¡Dios siempre perdona! Y Él nos recibe en su amor de perdón y de misericordia.
Algunas personas dicen: “Es hermoso, esto: el pecado es una ofensa a Dios pero también una oportunidad; la humillación para darse cuenta de que hay otra cosa más hermosa, que es la misericordia de Dios”. Pensemos en ello.
¿Preguntémonos hoy: ¿cuánto amo a la Iglesia? ¿Rezo por ella? ¿Me siento parte de la familia de la Iglesia? ¿Qué hago para que sea una comunidad donde todos se sientan bienvenidos y comprendidos, para que se sienta la misericordia y el amor de Dios que renueva su vida? La fe es un don y un acto que nos afecta personalmente, pero Dios nos llama a vivir, juntos, nuestra fe, como una familia, como Iglesia.
Pidamos al Señor de una manera especial en este Año de la fe, que nuestras comunidades, toda la Iglesia, sean cada vez más verdaderas familias que viven y traen el calor de Dios. Gracias.

Catequesis del Papa sobre el Espíritu Santo y la Iglesia

      
22 Mayo 2013
 
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
En el Credo, después de haber profesado la fe en el Espíritu Santo, decimos: “Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica”. Hay una conexión profunda entre estas dos realidades de la fe: es el Espíritu Santo, de hecho, quién da vida a la Iglesia, guía sus pasos. Sin la presencia y la acción incesante del Espíritu Santo, la Iglesia no podría vivir y no podría cumplir con la tarea que Jesús resucitado le ha confiado de ir y hacer discípulos a todas las naciones.
Evangelizar es la misión de la Iglesia, no sólo de algunos, sino la mía, la tuya, nuestra misión. El apóstol Pablo exclamaba: “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!”. Cada uno de nosotros debe ser evangelizador ¡sobre todo con la vida! Pablo VI subrayaba que “… evangelizar es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar”.
¿Quién es el verdadero motor de la evangelización en nuestra vida y en la Iglesia? Pablo VI escribía con claridad: “Es él, el Espíritu Santo que, hoy como al principio de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deje poseer y conducir por Él, que le sugiere las palabras que a solas no podría encontrar, disponiendo a la vez la preparación de la mente de quien escucha para que sea receptivo a la Buena Nueva y al Reino anunciado”.
Para evangelizar, pues, es necesario una vez más abrirse a la acción del Espíritu de Dios, sin temor a lo que nos pida y a dónde nos guíe. ¡Confiémonos a Él! Él nos permitirá vivir y dar testimonio de nuestra fe, e iluminará el corazón de aquellos que nos encontremos. Esta ha sido la experiencia de Pentecostés, los Apóstoles reunidos con María en el Cenáculo, “aparecieron lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos, y todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otros idiomas, la manera en que el Espíritu les daba que hablasen”.
El Espíritu Santo al descender sobre los apóstoles, los hace salir de donde estaban encerrados por miedo, los hace salir de sí mismos, y los convierte en heraldos y testigos de las “grandes maravillas de Dios”. Y esta transformación obrada por el Espíritu Santo se refleja en la multitud que acudió al lugar y que provenía “de todas las naciones que hay bajo el cielo”, porque todo el mundo escucha las palabras de los apóstoles, como si estuvieran pronunciadas en su propia lengua.
Éste es un primer efecto importante de la acción del Espíritu Santo que guía y anima el anuncio del Evangelio: la unidad, la comunión. En Babel, según laBiblia, había comenzado la dispersión de los pueblos y la confusión de las lenguas, como resultado del acto de soberbia y de orgullo del hombre que quería construir con sus propias fuerzas, sin Dios, “una ciudad y una torre cuya cúspide llegara hasta el cielo”.
En Pentecostés, estas divisiones se superan. Ya no hay orgullo con Dios, ni cerrazón entre unos y otros, sino apertura hacia Dios: el salir para anunciar su Palabra: una nueva lengua, la del amor que el Espíritu Santo derrama en los corazones, una lengua que todos pueden entender y que, una vez acogida,
puede expresarse en cualquier vida y en todas las culturas. La lengua del Espíritu, la lengua del Evangelio es la lengua de la comunión, que invita a superar la cerrazón y la indiferencia, divisiones y conflictos.
Todos debemos preguntarnos ¿cómo me dejo guiar por el Espíritu Santo, para que mi testimonio de fe sea de unidad y de comunión? ¿Llevo la palabra de reconciliación y de amor, que es el Evangelio, en los lugares donde yo vivo? A veces parece que se repita hoy lo que sucedió en Babel: divisiones, incapacidad para entenderse entre sí, rivalidad, envidia, egoísmo.
¿Yo qué hago con mi vida? ¿Creo unidad a mí alrededor o divido con las críticas, la envidia. ¿Qué hago? Pensemos en ello. Llevar el Evangelio es proclamar y vivir, nosotros en primer lugar, la reconciliación, el perdón, la paz, la unidad, el amor que el Espíritu Santo nos da. Recordemos las palabras de Jesús: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros”.
Un segundo elemento: el día de Pentecostés, Pedro, lleno del Espíritu Santo, se pone de pie “con los once” y “en voz alta”, “con confianza” anuncia la buena nueva de Jesús, que dio su vida por nuestra salvación y que Dios lo resucitó de entre los muertos. Éste es otro efecto de la acción del Espíritu Santo: el coraje de proclamar la novedad del Evangelio de Jesús a todos, con franqueza (parresia), en voz alta, en todo tiempo y en todo lugar.
Y esto ocurre incluso hoy para la Iglesia y para cada uno de nosotros: del fuego de Pentecostés, de la acción del Espíritu Santo, se desprenden siempre nuevas energías de misión, nuevas formas para proclamar el mensaje de la salvación, nuevo valor para evangelizar.
¡No nos cerremos nunca a esta acción! ¡Vivamos con humildad y valentía el Evangelio! Demos testimonio de la novedad, la esperanza, la alegría que el Señor trae a la vida. Escuchemos en nosotros “la dulce y confortadora alegría de evangelizar”. Porque evangelizar y anunciar a Jesús nos da alegría. En cambio el egoísmo nos da amargura, tristeza, nos lleva hacia abajo. Evangelizar nos lleva hacia arriba.
Menciono sólo un tercer elemento, que, sin embargo, es particularmente importante: una nueva evangelización, una Iglesia que evangeliza debe comenzar siempre con la oración, con el pedir, como los Apóstoles en el Cenáculo, el fuego del Espíritu Santo. Sólo la relación fiel e intensa con Dios permite salir de la propia cerrazón y anunciar el Evangelio con parresia. Sin la oración nuestras acciones se convierten en vacío y nuestro anunciar no tiene alma, no está animado por el Espíritu. Queridos amigos, como dijo Benedicto XVI, hoy la Iglesia “siente sobre todo el viento del Espíritu Santo que nos ayuda, nos muestra el camino justo; y así, con nuevo entusiasmo, estamos en camino y damos gracias al Señor”.
Renovemos cada día la confianza en la acción del Espíritu Santo, la confianza que Él obra en nosotros, Él está dentro de nosotros. Él nos da el fervor apostólico, nos da la paz, nos da la alegría. Renovemos esta confianza, dejémonos guiar por Él, seamos hombres y mujeres de oración, que dan testimonio del Evangelio con valentía, convirtiéndose en instrumentos en nuestro mundo de la unidad y de la comunión de Dios. Gracias.

Catequesis del Papa sobre el Espíritu Santo que lleva a la Verdad, a Jesús

      
15/05/2013
 
Queridos hermanos y hermanas, buenos días,
Hoy me quiero centrar en la acción que el Espíritu Santo realiza en la guía de la Iglesia y de cada uno de nosotros a la Verdad. Jesús mismo dice a sus discípulos: el Espíritu Santo “les guiará en toda la verdad” (Jn 16:13), él mismo es “el Espíritu de la Verdad” (cf. Jn 14:17, 15:26, 16:13).
Vivimos en una época en la que se es más bien escéptico con respecto a la verdad. Benedicto XVI ha hablado muchas veces de relativismo, es decir, la tendencia a creer que no hay nada definitivo, y a pensar que la verdad está dada por el consenso general o por lo que nosotros queremos. Se plantean estas preguntas: ¿existe realmente “la” verdad? ¿Qué es “la” verdad? ¿Podemos conocerla? ¿Podemos encontrarla?
Aquí me viene a la memoria la pregunta del procurador romano Poncio Pilato cuando Jesús le revela el sentido profundo de su misión: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18,37.38). Pilato no entiende que “la” Verdad está frente a él, no es capaz de ver en Jesús el rostro de la verdad, que es el rostro de Dios. Y sin embargo, Jesús es esto: la Verdad, la cual, en la plenitud del tiempo, “se hizo carne” (Jn 1,1.14), que vino entre nosotros para que la conociéramos.
La verdad no te agarra como una cosa, la verdad se encuentra. No es una posesión, es un encuentro con una Persona.
Pero, ¿quién nos hace reconocer que Jesús es “la” Palabra de la verdad, el Hijo unigénito de Dios Padre? San Pablo enseña que “nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, si no está impulsado por el Espíritu Santo” (1 Cor 12:03). Es sólo el Espíritu Santo, el don de Cristo Resucitado, quien nos hace reconocer la verdad. Jesús lo define el “Paráclito”, que significa “el que viene en nuestra ayuda”, el que está a nuestro lado para sostenernos en este camino de conocimiento; y, en la Última Cena, Jesús asegura a sus discípulos que el Espíritu Santo les enseñará todas las cosas, recordándoles sus palabras (cf. Jn 14,26).
¿Cuál es entonces la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas y en la vida de la Iglesia para guiarnos a la verdad? En primer lugar, recuerda e imprime en los corazones de los creyentes las palabras que Jesús dijo, y precisamente a través de estas palabras, la ley de Dios -como lo habían anunciado los profetas del Antiguo Testamento- se inscribe en nuestros corazones y en nosotros se convierte en un principio de valoración de las decisiones y de orientación de las acciones cotidianas, se convierte en un principio de vida.
Se realiza la gran profecía de Ezequiel: “Los purificaré de todas sus impurezas y de todos sus ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu nuevo… infundiré mi espíritu en ustedes y haré que siga mis preceptos, y que observen y practiquen mis leyes”. (36:25-27). De hecho, de lo profundo de nosotros mismos nacen nuestras acciones: es el corazón el que debe convertirse a Dios, y el Espíritu Santo lo transforma si nosotros nos abrimos a Él.
El Espíritu Santo, entonces, como promete Jesús, nos guía “en toda la verdad” (Jn 16,13); nos lleva no sólo para encontrar a Jesús, la plenitud de la Verdad, sino que nos guía “en” la Verdad, es decir, nos hace entrar en una comunión siempre más profunda con Jesús, dándonos la inteligencia de las cosas de Dios. Y ésta no la podemos alcanzar con nuestras fuerzas. Si Dios no nos ilumina interiormente, nuestro ser cristianos será superficial. La Tradición de la Iglesia afirma que el Espíritu de la verdad actúa en nuestros corazones, suscitando aquel “sentido de la fe” (sensus fidei), el sentido de la fe a través del cual, como afirma el Concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios, bajo la guía del Magisterio, indefectiblemente se adhiere a la fe transmitida, la profundiza con un juicio recto y la aplica más plenamente en la vida (cf. Constitución dogmática. lumen Gentium, 12). Probemos a preguntarnos: ¿estoy abierto al Espíritu Santo, le pido para que me ilumine, y me haga más sensible a las cosas de Dios? Y ésta es una oración que tenemos que rezar todos los días: Espíritu Santo que mi corazón esté abierto a la Palabra de Dios, que mi corazón esté abierto al bien, que mi corazón esté abierto a la belleza de Dios, todo todos los días. Pero me gustaría hacer una pregunta a todos ustedes: ¿Cuántos de ustedes rezan cada día al Espíritu Santo, eh? ¡Serán pocos, eh! pocos, unos pocos, pero nosotros tenemos que cumplir este deseo de Jesús: orar cada día al Espíritu Santo para que abra nuestros corazones a Jesús. Pensemos en María que «conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón ” (Lc 2,19.51). La recepción de las palabras y las verdades de fe, para que se conviertan en vida, se necesita que se realicen y crezcan bajo la acción del Espíritu Santo.
En este sentido, debemos aprender de María, reviviendo su “sí”, su total disponibilidad para recibir al Hijo de Dios en su vida, que desde ese momento la transformó. A través del Espíritu Santo, el Padre y el Hijo establecen su morada en nosotros: nosotros vivimos en Dios y para Dios. ¿Pero nuestra vida está verdaderamente animada por Dios? ¿Cuántas cosas interpongo antes que Dios?
Queridos hermanos y hermanas, tenemos que dejarnos impregnar con la luz del Espíritu Santo, para que Él nos introduzca en la Verdad de Dios, que es el único Señor de nuestra vida. En este Año de la Fe preguntémonos si en realidad hemos dado algunos pasos para conocer mejor a Cristo y las verdades de la fe, con la lectura y la meditación de las Escrituras, en el estudio del Catecismo, acercándonos con asiduidad a los Sacramentos. Pero preguntémonos al mismo tiempo cuántos pasos estamos dando para que la fe dirija toda nuestra existencia. No se es cristiano “según el momento”, sólo algunas veces, en algunas circunstancias, en algunas ocasiones; ¡no, no se puede ser cristiano así! ¡Se es cristiano en todo momento! Totalmente. La verdad de Cristo, que el Espíritu Santo nos enseña y forma parte para siempre y totalmente de nuestra vida cotidiana. Invoquémosle con más frecuencia, para que nos guíe en el camino de los discípulos de Cristo. Invoquémosle todos los días, hagamos esta propuesta: cada día invoquemos al Espíritu Santo. ¿Lo harán? No oigo, eh, todos los días, eh! Y así el Espíritu nos llevará más cerca de Jesucristo. Gracias.
 

Catequesis del Papa sobre el Espíritu Santo

      
8 de Mayo de 2013
 
El tiempo pascual que estamos viviendo con gozo, guiados por la liturgia de laIglesia, es por excelencia el tiempo del Espíritu Santo donado «sin medida» (cfr Jn 3,34) por Jesús crucificado y resucitado. Este tiempo de gracia concluye con la fiesta de Pentecostés, en la que la Iglesia revive la efusión del Espíritu sobre María y los Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo.
Pero ¿quién es el Espíritu Santo? En el Credo profesamos con fe: «Creo en el Espíritu Santo que es Señor y da la vida». La primera verdad a la que adherimos en el Credo es que el Espíritu Santo es Kýrios, Señor. Ello significa que Él es verdaderamente Dios como lo son el Padre y el Hijo, objeto, por parte nuestra, del mismo acto de adoración y de glorificación que dirigimos al Padre y al Hijo.
De hecho, el Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad; es el gran don de Cristo Resucitado que abre nuestra mente y nuestro corazón a la fe en Jesús como el Hijo enviado por el Padre y que nos guía a la amistad, a la comunión con Dios.
Pero quisiera sobre todo detenerme en el hecho que el Espíritu Santo es la fuente inagotable de la vida de Dios en nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una vida plena y bella, justa y buena, una vida que no esté amenazada por la muerte, sino que pueda madurar y crecer hasta su plenitud. El hombre es como un caminante que, atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva, fluyente y fresca, capaz de refrescar en profundidad su deseo profundo de luz, de amor, de belleza y de paz.
¡Todos sentimos este deseo! Y Jesús nos da esta agua viva: ella es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús vierte en nuestros corazones. « yo he venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia», nos dice Jesús (Jn 10,10).
Jesús promete a la Samaritana donar un “agua viva”, con abundancia y para siempre, a todos aquellos que lo reconocen como el Hijo enviado por el Padre para salvarnos (cfr Jn 4, 5-26; 3,17). Jesús ha venido a donarnos esta “agua viva” que es el espíritu Santo, para que nuestra vida sea guiada por Dios, sea animada por Dios, sea nutrida por Dios.
Cuando decimos que el cristiano es un hombre espiritual nos referimos justamente a esto: el cristiano es una persona que piensa y actúa según Dios, según el Espíritu Santo. Y nosotros, ¿pensamos según Dios? ¿Actuamos según Dios? O ¿nos dejamos guiar por tantas otras cosas que no son Dios?
A este punto podemos preguntarnos: ¿por qué esta agua puede saciarnos hasta el fondo? Sabemos que el agua es esencial para la vida; sin agua se muere; ella refresca, lava, hace fecunda la tierra. En la Carta a los Romanos encontramos esta expresión: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (5,5).
El “agua viva”, el Espíritu Santo, Don del Resucitado que toma morada en nosotros, nos purifica, nos ilumina, nos renueva, nos transforma porque nos hace partícipes de la vida misma de Dios que es Amor.
Por esto, el Apóstol Pablo afirma que la vida del cristiano está animada por el Espíritu y de sus frutos, que son «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia» (Gal 5,22-23). El Espíritu Santo nos introduce en la vida divina como “hijos en el Hijo Unigénito”.
En otro pasaje de la Carta a los Romanos, que hemos recordado varias veces, San Pablo lo sintetiza con estas palabras: «Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ‘Padre’.
El mismo espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser glorificados con él» (8,14-17).
Este es el don precioso que el Espíritu Santo trae a nuestros corazones: la vida misma de Dios, vida de verdaderos hijos, una relación de confidencia, de libertad y de confianza en el amor y en la misericordia de Dios, que tiene también como efecto una mirada nueva hacia los demás, cercanos y lejanos, vistos siempre como hermanos y hermanas en Jesús a los cuales hay que respetar y amar. El Espíritu Santo nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir la vida como la ha vivido Cristo, a comprender la vida como la ha comprendido Cristo.
He aquí por qué el agua viva que es el Espíritu Santo sacia nuestra vida, porque nos dice que somos amados por Dios como hijos, que podemos amar a Dios como sus hijos y que con su gracia podemos vivir como hijos de Dios, como Jesús. Y nosotros, escuchamos al Espíritu Santo que nos dice: Dios te ama, te quiere. ¿Amamos verdaderamente a Dios y a los demás, como Jesús? Y nosotros, ¿escuchamos al Espíritu Santo? ¿Qué cosa nos dice el Espíritu Santo? Dios te ama: ¡nos dice esto! Dios Te ama, te quiere. Y nosotros ¿amamos verdaderamente a Dios y a los demás, como Jesús?
Dejémonos guiar, dejémonos guiar por el Espíritu Santo. Dejemos que Él nos hable al corazón y nos diga esto: que Dios es amor, que Él nos espera siempre, que Él es el Padre y nos ama como verdadero papá; nos ama verdaderamente. Y esto solo lo dice el Espíritu Santo al corazón.
Sintamos al Espíritu Santo, escuchemos al Espíritu Santo y vayamos adelante por este camino del amor, de la misericordia, del perdón. ¡Gracias!
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Saludo en español
 
Queridos hermanos y hermanas: El tiempo pascual es por excelencia el tiempo del Espíritu Santo que culmina con la Solemnidad de Pentecostés. En el Credo profesamos la fe en el Espíritu Santo, que es Dios, «Señor y dador de vida». Él es la fuente inagotable de la vida divina en nosotros. Es «el agua viva» que Jesús prometió a la Samaritana para saciar para siempre la sed, para colmar los anhelos más profundos y más altos del corazón humano. Porque Jesús ha «venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10).
El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, Cristo lo ha derramado en nuestro corazón, para hacernos hijos de Dios y para que nuestra vida sea guiada, animada y alimentada por él. Esto es precisamente lo que entendemos al decir que el cristiano es un hombre espiritual: una persona que piensa y actúa siguiendo la inspiración del Espíritu Santo.
Así, la existencia del cristiano, dice san Pablo, es animada por el Espíritu Santo y rica de sus frutos, que son: «Amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí» (Ga 5,22-23). El don precioso del Espíritu Santo es, pues, la vida misma de Dios, en cuanto verdaderos hijos suyos por adopción.

Catequesis del Papa sobre el Juicio Final

    
 
24 de Abril de 2013
 
En el Credo profesamos que Jesús “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a los vivos y a los muertos”. La historia humana comienza con la creación del hombre y la mujer a imagen y semejanza de Dios y concluye con el juicio final de Cristo.
A menudo nos olvidamos de estos dos polos de la historia, y sobre todo la fe en el regreso de Cristo y en el juicio final a veces no está tan clara y sólida en el corazón de los cristianos. Jesús durante su vida pública, a menudo ha reflexionado sobre la realidad de su venida final.
Sobre todo recordamos que, con la Ascensión, el Hijo de Dios ha llevado al Padre nuestra humanidad que Él asumió y quiere atraernos a todos hacia sí mismo, llamar a todo el mundo para ser recibido en los brazos abiertos de Dios, para que, al final de la historia, toda la realidad sea entregada al Padre.
Hay, sin embargo, este “tiempo intermedio” entre la primera venida de Cristo y la última, que es precisamente el momento que estamos viviendo. En este contexto se coloca la parábola de las diez vírgenes (cf. Mt 25,1-13). Se trata de diez muchachas que esperan la llegada del Esposo, pero tarda y ellas se duermen.
Ante el repentino anuncio de que el Esposo está llegando, todas se preparan para recibirlo, pero mientras cinco de ellas, prudentes, tienen el aceite para alimentar sus lámparas, las otras, necias, se quedan con las lámparas apagadas, porque no lo tienen, y mientras
buscan al Esposo que llega, las vírgenes necias encuentran cerrada la puerta que conduce a la fiesta de bodas.
Llaman con insistencia, pero es demasiado tarde, el esposo responde: no os conozco. El Esposo es el Señor, y el tiempo de espera de su llegada es el tiempo que Él se nos da, con misericordia y paciencia, antes de su llegada final, tiempo de la vigilancia; tiempo en que tenemos que mantener encendidas las lámparas de la fe, de la esperanza y de la caridad, donde mantener abierto nuestro corazón a la bondad, a la belleza y a la verdad; tiempo que hay que vivir de acuerdo a Dios, porque no conocemos ni el día, ni la hora del regreso de Cristo.
Lo que se nos pide es estar preparados para el encuentro: preparados a un encuentro, a un hermoso encuentro, el encuentro con Jesús, que significa ser capaz de ver los signos de su presencia, mantener viva nuestra fe, con la oración, con los Sacramentos, estar atentos para no caer dormidos, para no olvidarnos de Dios. La vida de los cristianos dormidos es una vida triste, ¿eh?, no es una vida feliz. El cristiano debe ser feliz, la alegría de Jesús… ¡No se duerman!
La segunda parábola, la de los talentos, nos hacen reflexionar sobre la relación entre la forma en que usamos los dones recibidos de Dios y su regreso, cuando nos pedirá cómo los hemos utilizado (cf. Mt 25,14-30). Conocemos bien la historia: antes de salir de viaje, el dueño da a cada siervo algunos talentos para que sean bien utilizados durante su ausencia.
Al primero le entrega cinco, dos al segundo y uno al tercero. Durante su ausencia, los dos primeros siervos multiplicar sus talentos – se trata de monedas antiguas, ¿verdad? -, Mientras que el tercero prefiere enterrar su propio talento y entregarlo intacto a su dueño. A su regreso, el dueño juzgar su trabajo: alaba a los dos primeros, mientras que el tercero viene expulsado fuera de la casa, porque ha mantenido oculto por temor el talento, cerrándose sobre sí mismo.
Un cristiano que se encierra dentro de sí mismo, que oculta todo lo que el Señor le ha dado… es un cristiano… ¡no es un cristiano! ¡Es un cristiano que no agradece a Dios todo lo que le ha dado!
Esto nos dice que la espera del retorno del Señor es el tiempo de la acción. Nosotros somos el tiempo de la acción, tiempo para sacar provecho de los dones de Dios, no para nosotros mismos, sino para Él, para la Iglesia, para los otros, tiempo para tratar siempre de hacer crecer el bien en el mundo.
Y sobre todo hoy, en este tiempo de crisis, es importante no encerrarse en sí mismos, enterrando el propio talento, las propias riquezas espirituales, intelectuales, materiales, todo lo que el Señor nos ha dado, sino abrirse, ser solidarios, tener cuidado de los demás.
En la plaza, he visto que hay muchos jóvenes. ¿Es verdad esto? ¿Hay muchos jóvenes? ¿Dónde están? A ustedes, que están en el comienzo del camino de la vida, pregunto: ¿Han pensado en los talentos que Dios les ha dado? ¿Han pensado en cómo se pueden poner al servicio de los demás? ¡No entierren los talentos! Apuesten por grandes ideales, los ideales que agrandan el corazón, aquellos ideales de servicio que harán fructíferos sus talentos.
La vida no se nos ha dado para que la conservemos celosamente para nosotros mismos, sino que se nos ha dado, para que la donemos. ¡Queridos jóvenes, tengan un corazón grande! ¡No tengan miedo de soñar cosas grandes!
Por último, una palabra sobre el párrafo del juicio final, donde viene descrita la segunda venida del Señor, cuando Él juzgará a todos los seres humanos, vivos y muertos (cf. Mt 25,31-46). La imagen utilizada por el evangelista es la del pastor que separa las ovejas de las cabras.
A la derecha se sitúan los que han actuado de acuerdo a la voluntad de Dios, que han ayudado al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, el enfermo, el encarcelado, el extranjero. Pienso en los muchos extranjeros que hay aquí en la diócesis de Roma. ¿Qué hacemos con ellos? Mientras que a la izquierda están los que no han socorrido al prójimo. Esto nos indica que seremos juzgados por Dios en la caridad, en cómo lo hemos amado en los hermanos, especialmente los más vulnerables y necesitados.
Por supuesto, siempre hay que tener en cuenta que somos justificados, que somos salvados por la gracia, por un acto de amor gratuito de Dios que siempre nos precede. Solos no podemos hacer nada.
La fe es ante todo un don que hemos recibido, pero para dar fruto, la gracia de Dios siempre requiere de nuestra apertura a Él, de nuestra respuesta libre y concreta. Cristo viene para traernos la misericordia de Dios que salva. Se nos pide que confiemos en Él, de responder al don de su amor con una vida buena, hecha de acciones animadas por la fe y el amor.
Queridos hermanos y hermanas, no tengamos nunca miedo de mirar el juicio final; que ello nos empuje en cambio a vivir mejor el presente. Dios nos ofrece con misericordia y paciencia este tiempo para que aprendamos cada día a reconocerlo en los pobres y en los pequeños, para que nos comprometamos con el bien y estemos vigilantes en la oración y en el amor. Que el Señor, al final de nuestra existencia y de la historia, pueda reconocernos como siervos buenos y fieles. Gracias.
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“Presbíteros: sean pastores y no funcionarios”

 

Vaticano: 21 de abril de 2013
Queridísimos hermanos y hermanas:
Estos hermanos e hijos nuestros han sido llamados al orden del presbiterado. Reflexionemos atentamente a cuál ministerio serán elevados en la Iglesia.
Como bien saben, el Señor Jesús es el único Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento, pero en Él también todo el pueblo santo de Dios ha sido constituido pueblo sacerdotal.
Sin embargo, entre todos sus discípulos, el Señor Jesús quiere elegir algunos en particular para que, ejerciendo públicamente en la Iglesia en su nombre, el oficio sacerdotal en favor de todos los hombres, continúen su personal misión de maestro, sacerdote y pastor.
Así como en efecto, para ello Él había sido enviado por el Padre, del mismo modo Él envió a su vez al mundo, primero a los apóstoles y luego a los obispos y sus sucesores, a los cuales, finalmente, se les dio como colaboradores a los presbíteros, que –unidos a ellos en el ministerio sacerdotal–, están llamados al servicio del pueblo de Dios.
Después de una madura reflexión y oración, ahora estamos por elevar al orden de los presbíteros a estos hermanos nuestros, para que al servicio de Cristo, Maestro, Sacerdote y Pastor, cooperen en la edificación del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia como pueblo de Dios y Templo Santo del Espíritu Santo.
En efecto, ellos serán configurados en Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, es decir que serán consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento y con este título, que los une en el sacerdocio a su obispo, serán predicadores del evangelio, pastores del Pueblo de Dios y presidirán las acciones de culto, especialmente en la celebración del sacrificio del Señor.
En cuanto a ustedes, hermanos e hijos amadísimos, que están por ser promovidos al orden del presbiterado, consideren que ejerciendo el ministerio de la Sagrada Doctrina serán partícipes de la misión de Cristo, único Maestro.
Dispensen a todos aquella Palabra de Dios que ustedes mismos han recibido con alegría. Recuerden a sus madres, a sus abuelitas, a sus catequistas, que les dieron la Palabra de Dios, la fe… ¡el don de la fe! Que les transmitieron este don de la fe.
Lean y mediten asiduamente la Palabra del Señor, para creer aquello que han leído, para enseñar lo que aprendieron en la fe, y para vivir lo que han enseñado. Recuerden también que la Palabra de Dios no es propiedad de ustedes: es Palabra de Dios. Y la Iglesia es la que custodia la Palabra de Dios.
Por lo tanto, que su doctrina sea alimento para el Pueblo de Dios; alegría y sostén para los fieles de Cristo, el perfume de sus vidas, por que con su palabra y ejemplo edifican la casa de Dios, que es la Iglesia.
Ustedes continuarán la obra santificadora de Cristo. Mediante su ministerio, el sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto, porque se une al sacrificio de Cristo, que por medio de sus manos, en nombre de toda la Iglesia, es ofrecido de modo incruento sobre el altar en la celebración de los santos misterios.
Reconozcan pues lo que hacen, imiten lo que celebren, para que participando en el misterio de la muerte y resurrección del Señor, lleven la muerte de Cristo en su cuerpo y caminen con Él en la novedad de la vida.
Con el Bautismo agregarán nuevos fieles al Pueblo de Dios. Con el Sacramento de la Penitencia redimirán los pecados en nombre de Cristo y de la Iglesia. Y hoy les pido en nombre de Cristo y de la Iglesia: por favor, no se cansen de ser misericordiosos.
Con el óleo santo darán alivio a los enfermos y a los ancianos: no se avergüencen de tener ternura con los ancianos. Celebrando los ritos sagrados, y elevando oraciones de alabanza y súplica durante las distintas horas del día, ustedes se harán voz del Pueblo de Dios y de la humanidad entera.
Conscientes de haber sido elegidos entre los hombres y constituidos en su favor para cuidar las cosas de Dios, ejerzan con alegría y caridad sincera la obra sacerdotal de Cristo, con el único anhelo de gustar a Dios y a no a ustedes mismos. Sean pastores, no funcionarios. Sean mediadores, no intermediarios.
En fin, participando en la misión de Cristo, Cabeza y Pastor, en comunión filial con su obispo, comprométanse en unir a sus fieles en una única familia, para conducirlos a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo.
Tengan siempre ante sus ojos el ejemplo del Buen Pastor, que no ha venido para ser servido, sino para servir y para tratar de salvar lo que estaba perdido.

Catequesis del Papa en la audiencia general del miércoles 17 de abril de 2013

      
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Credo, encontramos la afirmación de que Jesús “subió a los cielos y está sentado a la diestra del Padre”. La vida terrenal de Jesús culmina en el evento de la Ascensión, que es cuando Él pasa de este mundo al Padre, y se levanta a su derecha. ¿Cuál es el significado de este evento? ¿Cuáles son las consecuencias para nuestra vida? ¿Qué significa contemplar a Jesús sentado a la diestra del Padre? Sobre esto, dejémonos guiar por el evangelista Lucas.
¿Qué significa contemplar a Jesús sentado a la diestra del Padre?
Partimos en el momento en que Jesús decide emprender su última peregrinación a Jerusalén. San Lucas anota: “Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén” (Lc 9,51).
Mientras “asciende” a la Ciudad santa, donde se llevará a cabo su “éxodo” de esta vida, Jesús ve ya la meta, el Cielo, pero sabe que el camino que lo lleva de nuevo a la gloria del Padre pasa a través de la Cruz, a través de la obediencia al designio divino de amor por la humanidad. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que “la elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación de la ascensión al cielo” (n. 661).
También nosotros tenemos que tener claro en nuestra vida cristiana, que entrar en la gloria de Dios exige la fidelidad cotidiana a su voluntad, incluso cuando requiere sacrificio, y requiere a veces cambiar nuestros planes.
La Ascensión de Jesús ocurre concretamente en el Monte de los Olivos, cerca del lugar donde se había retirado en oración antes de lau pasión para permanecer en profunda unión con el Padre: una vez más, vemos que la oración nos da la gracia de vivir fieles al proyecto Dios.
Al final de su Evangelio, San Lucas narra el acontecimiento de la Ascensión de una manera muy sintética. Jesús llevó a los discípulos “hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios “(24,50-53).
Jesús es nuestro abogado
Me gustaría destacar dos elementos de la narración. En primer lugar, durante la Ascensión Jesús cumple el gesto sacerdotal de la bendición y los discípulos seguramente expresan su fe con la postración, se arrodillan inclinando la cabeza. Este es un primer punto importante: Jesús es el único y eterno Sacerdote, que con su pasión atravesó la muerte y el sepulcro y resucitó y ascendió a los cielos; está con Dios Padre, donde intercede por siempre en nuestro favor (Cf. Heb 9:24). Como afirma San Juan en su primera epístola Él es nuestro abogado.
¡Qué lindo escuchar esto! Cuando uno ha sido convocado por el juez o tiene un juicio, lo primero que hace es buscar a un abogado para que lo defienda. Nosotros tenemos uno que nos defiende siempre, nos defiende de las insidias del diablo, nos defiende de nosotros mismos, de nuestros pecados. Queridísimo hermanos y hermanas, tenemos a este abogado, no tengamos miedo de acudir a él para pedir perdón, pedir la bendición, pedir misericordia. Él nos perdona siempre, es nuestro abogado, nos defiende siempre ¡No olviden esto! (cf. 2:1-2).
La Ascensión de Jesús al Cielo nos da a conocer esta realidad tan reconfortante para nuestro camino: en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nuestra humanidad ha sido llevada a Dios; Él nos ha abierto el paso; es como un guía en la escalada a una montaña, que llegado a la cima, nos tira de nosotros y nos lleva a Dios. Si confiamos a Él nuestra vida, si nos dejamos guiar por Él estamos seguros de estar en buenas manos, en las manos de nuestro Salvador, de nuestro abogado.
La profunda alegría de los Apóstoles
Un segundo elemento: San Lucas menciona que los Apóstoles, después de ver a Jesús ascender al cielo, regresaron a Jerusalén “con gran alegría”. Esto parece un poco extraño. Normalmente cuando nos separados de nuestros familiares, de nuestros amigos, de una manera definitiva, principalmente debido a la muerte, hay en nosotros una tristeza natural, porque no vamos a ver nunca más su rostro, no vamos escuchar su voz, no podremos disfrutar más de su afecto, de su presencia. En cambio, el evangelista pone de relieve la profunda alegría de los Apóstoles. ¿Por qué? Porque, con la mirada de la fe, entienden que, aunque nos está ante sus ojos, Jesús permanece con ellos para siempre, no los abandona y, en la gloria del Padre, los soporta, los guía e intercede por ellos.
El Evangelio en la vida cotidiana: contemplar y actuar
San Lucas narra el hecho de la Ascensión también al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, para enfatizar que este evento es como el anillo que engancha y conecta la vida terrenal de Jesús con la de la Iglesia. Aquí, San Lucas también menciona la nube que saca a Jesús de la vista de los discípulos, los cuales permanecían con la mirada puesta en el cielo mientras Jesús subía hacia Dios (cf. Hch 1,9-10). Entonces aparecieron dos hombres vestidos de blanco, instándoles a no quedarse inmóviles.
“Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir” (Cf. Hechos 1:10-11). Es precisamente la invitación a la contemplación del Señorío de Jesús, para recibir de Él la fuerza para seguir y dar testimonio del Evangelio en la vida cotidiana: contemplar y actuar, ora et labora, nos enseña San Benito, ambas son necesarias en nuestra vida de cristianos.
Queridos hermanos y hermanas, la Ascensión no indica la ausencia de Jesús, sino que nos dice que Él está vivo entre nosotros de una manera nueva; ya no está en un preciso lugar del mundo tal como era antes de la Ascensión; ahora está en el señorío de Dios, presente en todo espacio y tiempo, junto a cada uno de nosotros.
En nuestra vida nunca estamos solos: tenemos este abogado que nos espera, que nos defiende, No estamos nunca solos.
El Señor crucificado y resucitado nos guía; con nosotros hay muchos hermanos y hermanas que en el silencio y la oscuridad, en la vida familiar y laboral, en sus problemas y dificultades, en sus alegrías y esperanzas, viven cotidianamente la fe y llevan al mundo, junto con nosotros, el señorío del amor de Dios, en Cristo Jesús resucitado, ascendido al Cielo, nuestro abogado.
Gracias.